Una lerda justicia que empieza a moverse
Una vez consumado el golpe de Estado de noviembre de 2019, las instrucciones de la embajada norteamericana a sus operadores políticos en el país fueron precisas: había que destruir al MAS IPSP de raíz; para ello, se orquestó un aparato represivo que se encargó de perseguir, encarcelar y enjuiciar a ciudadanos que la inteligencia norteamericana consideraba altamente peligrosos. De esa manera, funcionarios públicos, militantes conocidos o simples activistas sociales, fueron objeto de una sañuda represión, con amenazas públicas de por medio hechas por el actualmente prófugo Arturo Murillo, ministro de gobierno de aquella nefasta dictadura.
El abuso de la Justicia por parte de ese funcionario hizo posible el encarcelamiento de inocentes ciudadanos, no sólo militantes del partido depuesto por la fuerza, sino de miembros del órgano electoral. Si la OEA había inventado el embuste del fraude, había que darle consistencia al interior del país, poniendo entre rejas a quienes habían sido encargados de llevar adelante aquel proceso electoral en el que había salido electo una vez más Evo Morales Ayma. Muchos de esos acusados continuaron encerrados incluso después del triunfo popular que hiciera posible el retorno del MAS IPSP al gobierno.
Con absoluta justicia, el Ejecutivo ha promulgado una amnistía general para todos los perseguidos políticos por la derecha golpista, ante la protesta de representantes de la oposición que ven en este acto un gesto de venganza. Nada de ello; ni siquiera comparable con la execrable decisión de esa Justicia de dejar en fojas cero los crímenes perpetrados en gobiernos neoliberales, como el caso de El Porvenir, cuyas víctimas, humildes campesinos y trabajadores del agro que realizaban una pacífica marcha, fueron emboscados y masacrados por órdenes directas del entonces prefecto departamental de Pando Leopoldo Fernández, hoy en libertad para vergüenza de jueces venales que se prestaron al dolo. Los ahora beneficiados con la amnistía, no cometieron crimen alguno y fueron simplemente eso: perseguidos políticos; es decir, hostigados por pensar diferente a los “pititas”.
Esta acción ha venido felizmente acompañada por la decisión de la Asamblea Legislativa Plurinacional –es decir, por los representantes que el pueblo ha elegido en elecciones libres y democráticas– de iniciar un juicio de responsabilidades a aquellos delincuentes que, una vez consumado el asalto al poder, se dedicaron al enriquecimiento ilícito, a los negociados y corruptelas de diversa índole –oportunamente registrados por medios de comunicación y en redes sociales– y a la persecución, asesinato, masacres y violaciones de los más elementales derechos humanos individuales y colectivos. Enjuiciar implica otorgar a los acusados las debidas garantías que impliquen el reconocimiento al derecho del debido proceso; algo que los golpistas y la derecha reaccionaria negaron a cientos de compatriotas.
Ambas decisiones demuestran la voluntad política de hacer justicia. Decenas de familiares de quienes cayeron bajo las balas criminales de malos militares y “motines” vendidos por treinta monedas de plata, reclaman no sólo una impostergable reparación, sino conocer la verdad. La memoria popular necesita nutrirse no sólo de la identidad de los autores materiales de esos crímenes, sino de aquellos que, detrás de un escritorio, instruyeron la vileza. Sin duda, las investigaciones apuntarán a los intocables, es decir, a los funcionarios del Departamento de Estado que instrumentaron con el Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA) las condiciones para la perpetración del golpe de Estado y de las consiguientes masacres y persecuciones. Al menos, esos nombres deberán ser expuestos al escarnio público, como parte de la reparación de la afrenta recibida.
Hoy, la Justicia tiene la oportunidad de reivindicarse; no solo aquella dependiente del Poder Judicial, sino aquella que debe ser administrada por nuestros legisladores. Es imperativo un juicio rápido y transparente, que visibilice el modus operandi de estos delincuentes, que les garantice la legítima defensa pero que no olvide la evidencia de las víctimas mortales, los negociados consumados, la sangre derramada y el dolor de cientos de familias de asesinados y estigmatizados.
Nunca más vigente que ahora, la consigna movilizadora frente a las dictaduras: ¡Ni olvido ni perdón!