Rabia
Hace algunas semanas, la Defensoría del Pueblo compartió unos datos escalofriantes: En Bolivia cada semana 623 niñas y adolescentes llegan a un centro de salud por estar embarazadas. De ellas, 35 son menores de 15 años.
Eso significa que cada día 5 niñas son víctimas de un crimen sexual. La ley boliviana determina que un menor de 16 años no puede legalmente consentir y por tanto quien mantenga una relación sexual con él o ella está cometiendo violación o estupro. En consecuencia, todos esos embarazos son no deseados, todos son de alto riesgo para la salud física y emocional de las niñas que los sufren y deberían derivar en una interrupción legal. Pero eso no sucede. Casi todas esas niñas son forzadas o presionadas a llevar a término su embarazo. Y casi todas ellas vivirán la falta de oportunidades personales y la pobreza, que heredarán a sus guaguas —que son también víctimas de la violencia infringida.
Nadie quiere un aborto, ojalá nadie tuviera que someterse a uno. La única forma de prevenirlo es con educación sexual temprana, integral y honesta —para que las niñas sepan cómo reconocer y evitar el abuso, la violación o el estupro. Para que las y los jóvenes que decidan tener una relación sexual consentida sepan cómo cuidarse para evitar un embarazo no deseado. Para que los chicos sepan desde niños qué es el consentimiento, cuáles son los límites y en qué momento su insistencia puede considerarse abuso, acoso o violencia.
Pero eso no sucede. Y una educación sexual integral y honesta será más difícil de encontrar ahora que los maestros trotskistas y las iglesias conservadoras se han aliado para erradicarla de las escuelas.
Hace algunos días, el periódico español El País compartió una noticia escalofriante: Durante casi dos décadas, el sacerdote español Alfonso Pedrajas abusó y violó a decenas de niños en el colegio internado Juan XXIII de Cochabamba.
A pesar de que confesó muchas veces sus crímenes (que él llamaba pecados) fue socapado, encubierto y protegido por todos los confesores, superiores, colegas sacerdotes y hasta por el psicólogo que escuchó el recuento detallado de sus abusos. Los exalumnos del colegio declaran, a su vez, que cuando una víctima denunciaba al “Padrecito” era inmediatamente acallado y hasta expulsado de la institución. Tuvo que ser el propio Pedrajas quien se auto-inculpara en un diario de 385 páginas que salió a la luz una década después de su muerte por cáncer de próstata.
Los 85 niños que Pedrajas afirma haber abusado a lo largo de su vida sufrieron la misma indignidad, el mismo dolor y el mismo trauma que las 1.900 niñas violadas cada año en Bolivia. La única ventaja que tuvieron fue que no quedaron embarazados ni fueron forzados a parir y criar a los frutos de esa violencia. Y el cura Pedrajas pudo llegar a viejo sin enfrentar consecuencias porque la gran mayoría de sus víctimas callaron, por temor o por vergüenza.
Una educación sexual temprana, integral y honesta los habría ayudado a reconocer el abuso, la violación o el estupro —y denunciarlo a tiempo. Les habría permitido entender que ningún abuso sexual es culpa de la víctima, que no hay razón para sentir vergüenza, que lo que debe sentirse es rabia: rabia contra el pederasta que abusa de su lugar de poder y confianza entre niños vulnerables; rabia contra una institución que reprime a sus sacerdotes hasta enfermarlos sexualmente, para luego encubrirlos y protegerlos cuando cometen atrocidades; y rabia contra los ignorantes que se oponen a que nuestros niños aprendan en la escuela cómo reconocer y defenderse de los abusos sexuales.
Verónica Córdova es cineasta