Violencia
La violencia se está constituyendo en la normalidad como manifestación política, que no emerge de actos espontáneos o circunstanciales, sino por efecto de las motivaciones ideológicas, raciales, religiosas, patriarcales, por diferentes agentes que identifican al oponente como enemigo no a vencer, sino a destruir. Los discursos —de los agentes— expresan y transmiten significados que influyen en nuestras creencias y formas de vida, en la construcción del sentido común, en las diferentes formas de interacción social; el discurso que es invisible tuvo, tiene y tendrá en la subjetividad la fuerza que mueve las pasiones de las sociedades plurales y complejas.
Hoy asistimos al tiempo de las motivaciones de la sinrazón para exacerbar las pasiones como derroteros individuales y grupales que se manifiestan en determinadas circunstancias y momentos, no como actos aislados, espontáneos o esporádicos, sino como una constante, ahí radica lo dramático que no tendrá limites, porque los actores constituidos en “sujetos de la violencia” creen tener la autoconciencia que legitima sus acciones.
Primero, parten por construir un discurso de victimización social, moral, religiosa, familiar y cultural, se muestran afectados y atacados en su forma de vida, en su cotidianidad y espacio principalmente urbano, implícitamente la subjetividad individual y colectiva asumida es la autodefensa.
Segundo, es construir la idea en el imaginario común del enemigo, que pueden ser múltiples, desde instituciones, autoridades, organizaciones, dirigentes, símbolos, valores, etc., es decir, no es precisamente la individualización en alguien sino de un todo que atenta a la “tranquilidad de las familias de bien”.
Tercero, darle sentido ideológico a su “razón”, edificada sobre valores que aparentan universalmente el bien.
El “yo urbano” lo imponen como la única razón frente a lo colectivo pluri y diverso, es la síntesis de la manifestación de la colonialidad, es decir el “yo” como derecho derivado de la racialidad religiosa, los demás tienen derechos en tanto y cuanto asuman como suyo la forma de vida de las élites urbanas culturalmente autoconsideradas euroamericano-céntricas.
El establishment cruceño, para justificar la tesis autonómica y federalista en las últimas décadas y con mayor agudeza desde que el liderazgo estatal era indígena antimperialista y anticolonial, posesiona la idea fuerza: el Estado andino-centrista o el centralismo colla es enemigo de la cruceñidad, de los cruceños y del desarrollo del departamento. Parten por prejuicios negativos culturales, políticos y religiosos, lo andino y colla son identificados como factor negativo para la identidad moderna de la “cruceñidad” y contra los cruceños, al centralismo republicano como la tranca al desarrollo del oriente, la espiritualidad andina son ritos satánicos que atentan al catolicismo.
La cruceñidad, los cruceños y el departamento víctimas, el enemigo es el centralismo colla con su ritualidad pagana pachamámica expresada en la plurinacionalidad estatal laica.
Los agentes y medios de comunicación universalizan en el imaginario el todo como factor de cohesión, “Santa Cruz exige”, “Santa Cruz se moviliza”, “Santa Cruz lucha por Bolivia”, el establishment lidera convertido en el todo, los otros que no están de acuerdo son etiquetados como “organizaciones masistas”, “dirigentes pro gobierno”, “grupos violentos”, derivando en los titulares y en el imaginario que los “grupos violentos de masistas y del gobierno atacan a Santa Cruz”; en la homilía dominical el arzobispo ora para que los grupos violentos no atenten contra los vecinos de Santa Cruz.
La sociedad es receptora pasiva y activa de estos códigos construidos, una de las formas de reacción es la violencia contra quienes consideran que es el enemigo de su estatus de vida; son esos momentos fácticos en que la violencia ejercida por grupos se presenta como justa, porque en su “razonamiento” no están agrediendo sino se están defendiendo. Estas formas de manifestaciones no son casuales, están inscritas en una lógica política contra el enemigo ideológica, racial y religiosamente identificada que tiende a agudizarse en la medida que se presenten conflictos.
Las élites disponen del capital simbólico y de los medios que les posibilita producir y reproducir desde diferentes palestras su “verdad” para eliminar al enemigo, ingresamos en una posible espiral de violencia propia de las plataformas neofascistas. La violencia aparentemente es una manifestación sin norte, los promotores del discurso del odio no defenderán el acto en sí mismo, pero justificarán la acción culpando al “enemigo” de lo sucedido, ahí radica el valor implícito que otorgan las élites a la violencia. La violencia no solo es la ausencia de ideas, es también la manifestación de las pasiones exacerbadas por el discurso ideológicamente construido como sentido común y divulgado sistemáticamente.
(*) César Navarro Miranda es exministro, escritor con el corazón y la cabeza en la izquierda